En la política interna de África y de cada uno de sus
países, todo siempre resulta sumamente complejo. La razón de ello radica en que
los colonialistas europeos liderados por Bismarck en la conferencia de Berlín,
al repartirse África entre ellos, metieron a unos diez mil reinos, federaciones
y comunidades tribales que existían en el continente a mediados del siglo XIX
—cierto que sin Estado, pero que funcionaban como organismos independientes— en
las fronteras de apenas cuarenta colonias. Siendo así que muchos de aquellos
reinos y comunidades tribales llevaban a sus espaldas largas historias de
conflictos y guerras. Y de repente, y sin que nadie les pidiera su opinión, se
encontraron dentro de los límites de una misma colonia y debían someterse a un
mismo poder (extranjero, además), a una misma ley. Y ahora había empezado la
época de la descolonización. Las antiguas rencillas interétnicas, que el poder
extranjero tan sólo había congelado o sencillamente ignorado, de pronto
resucitaron y volvieron a convertirse en actuales. Se había presentado la
oportunidad de recuperar la independencia, cierto, pero una independencia
condicionada: los adversarios y enemigos de antaño debían crear un mismo Estado
y, unánimes, convertirse en sus gobernantes, patriotas y defensores. Las
antiguas metrópolis y los líderes de los movimientos de liberación nacional
africanos adoptaron el principio según el cual si en alguna colonia estallaban
sangrientos conflictos internos, tal territorio no obtendría la independencia.
El proceso de descolonización debía desarrollarse —así se lo definió— por la
vía constitucional, en la mesa de negociaciones, sin grandes dramas políticos y
salvaguardando lo más importante: que la circulación de riquezas y mercancías
entre África y Europa no sufriese trabas excesivas. La situación en que debía
producirse el salto al reino de la libertad colocaba a muchos africanos ante una
elección difícil, pues dentro de ellos chocaban dos memorias y dos lealtades
que libraban una lucha dolorosa y de difícil solución. Por un lado, se trataba
de la memoria, profundamente arraigada, de la historia del clan y del pueblo
propios, de quiénes eran los aliados, siempre prestos a ayudar en momentos de
necesitarlos, y quiénes los enemigos, a los que había que profesar un
sentimiento de odio; y por otro lado, se trataba de entrar en la familia de las
sociedades libres y modernas, pero bajo la condición de despojarse de todo
egoísmo y ceguera étnicos.
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