Los invitados tomaron asiento en triclinios, divanes
repletos de cojines y en sillones de respaldo alto y se prestaron a degustar
los platos.
Primero llegó la bandeja de los entremeses con un borriquillo
corintio, que llevaba aceitunas en sus dos alforjas, en una blancas y en la
otra negras. El borriquillo tapaba dos platos y unos puentecillos soldados
sostenían unos lirones esparcidos entre la miel y las adormideras.
También hubo
salchichas bien calientes sobre una bandeja de plata y, por debajo, ciruelas
sirias con granos de granadas. Luego pasaron a la primera comida y los criados
trajeron una fuente con una cesta, en la cual había una gallina de madera, con
sus alas bien abiertas formando un redondel, como si estuviera incubando los
huevos.
A continuación se acercaron dos criados y con un ruido infernal
comenzaron a remover la paja y, sacaron de debajo huevos de pavo que
repartieron entre los invitados. Se entregaron unas cucharas que pesaban por lo
menos seis libras cada una, y los comensales trataron de comer los huevos, pero
resulta que estaban hechos de una masa de harina y aceite.
Algunos sintieron
cierto apuro porque pensaron que el pollo estaba dentro y le iba a alcanzar con
la cuchara, pero los que se atrevieron a meter el cubierto más adentro,
encontraron una pasta de higo rodeada de yema de huevo y sazonada con un poco
de pimienta.
Enseguida salieron varios criados con grandes ánforas de vidrio
recubiertas de figuras de yeso. En el cuello de las ánforas se veían sus
etiquetas pegadas con esta inscripción: “Vino de Falerno Opimiano de cien
años”.
Al poco llegó el servicio de la mesa al completo. Trajeron una bandeja
redonda con los doce signos del zodíaco dispuestos en círculo, y sobre ellos el
cocinero había colocado la comida propia y convenientemente. Sobre el signo de
Aries, garbanzos aretinos; sobre Tauro, trozos de carne de vaca; sobre Geminis,
criadillas y riñones; sobre Cáncer, una corona; sobre Leo, higos africanos;
sobre Virgo, una matriz de una cerda que no ha parido; sobre Libra, una balanza
en cuyos platillos había, en uno una tarta de queso y en otro una tarta dulce;
sobre Escorpio, unos pececillos marinos; sobre Sagitario un animal extraño,
medio pez; sobre Acuario un ganso, sobre Piscis, dos salmonetes. En medio de la
bandeja, una porción de césped, cortado con otras hierbas, sostenía un panal de
miel. Y mientras los invitados hurgaban en la bandeja, un muchacho egipcio iba
alrededor con un horno de plata en el que cocía el pan.
Luego salieron cuatro
danzarines a bailar en el centro de la sala que hacía de comedor, llegaron con
una fuente que acarreaban entre todos, bailaron acompañados de los instrumentos
y al salir del baile se llevaron la parte superior de la fuente con mucha gracia.
Al llevársela, quedó al descubierto la fuente y había capones y tetinas de
cerda, y una liebre en el centro, adornada con plumas, de forma que parecía el
dios Pegaso. En los cuatro ángulos de la fuente había cuatro representaciones
de Marsyas, que aguantaban unos pequeños odres de donde salía un chorrito de
garum a la pimienta que cubría el pescado. Daba la impresión de que los peces
nadaban en una balsa. Siguió otra fuente en la que estaba colocado un jabalí de
un tamaño excepcional que llevaba puesto un gorro frigio. De sus mandíbulas
colgaban dos cestillas tejidas de hoja de palma que estaban repletas de
dátiles, los unos frescos y los otros secos.
Alrededor del jabalí grande había
otros lechoncillos más pequeños hechos de mazapán, y representaban como que
estaban mamando, lo que quería decir que se trataba de un jabalí hembra. Éstas
eran las ofrendas de los comensales. Llegó un sirviente con barbas y vendas en
las piernas y adornado con una pequeña capa de tejido adamascado de diversos
colores, que sacó un machete de la funda e hizo un corte profundo en el costado
del jabalí y de su interior salieron volando multitud de tordos. Pero había
cazadores preparados con cañas y en seguida cogieron a todos los pájaros que
volaban alrededor de los triclinios y divanes. En seguida unos muchachos se
acercaron a las cestillas que colgaban de los dientes del jabalí y repartieron
todos los dátiles, los frescos y los secos, entre los comensales. Al llegar los
postres dulces el estómago de los invitados estaba tan lleno que quedaron en
las bandejas.
Gala Placidia: reina de los barbaros (Rufino Fernandez)
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