(DURANTE EL PROGRESISMO NEOLIBERAL DE LOS 90 Y PRIMERAS DOS DÉCADAS DEL xxi) Se sacrificaron los centros fabriles en declive, sobre todo el llamado Cinturón del Óxido. Esa región, junto con centros industriales más recientes del Sur, recibió un duro golpe a causa de una tríada de políticas implementadas por Bill Clinton: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio (justificada en parte como una manera de promover la democracia) y la derogación de la Ley Glass-Steagall, que mitigó las regulaciones impuestas a los bancos. En conjunto, esas políticas y las siguientes hicieron estragos en comunidades hasta entonces sustentadas en la industria manufacturera. En el transcurso de dos décadas de hegemonía neoliberal progresista, ninguno de los dos grandes bloques hizo un esfuerzo serio por apoyarlas. Para los neoliberales, sus economías no eran competitivas y en consecuencia debían afrontar las inevitables “correcciones de mercado”. Para los progresistas, sus culturas estaban estancadas en el pasado y atadas a valores obsoletos que no tardarían en desaparecer en una nueva dispensación cosmopolita.
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En 2011, con Occupy Wall Street, surgió otra oportunidad de salvar la brecha hegemónica. Cansado de esperar una rectificación por parte del sistema político, un sector de la sociedad civil resolvió tomar el toro por las astas y ocupó plazas públicas de todo el país en nombre del “99%”. Con su denuncia de un sistema que saqueaba a la inmensa mayoría para enriquecer al 1% más rico, estos grupos relativamente pequeños de manifestantes jóvenes no tardaron en ganar un amplio respaldo -hasta un 60% del pueblo estadounidense, según algunas encuestas-, sobre todo de sindicatos acorralados, estudiantes endeudados, familias de clase media en apuros y el creciente “precariado”. Sin embargo, en 2012 los efectos políticos de Occupy Wall Street fueron neutralizados y resultaron funcionales a la reelección de Obama, quien tuvo la astucia de adoptar la retórica del movimiento y así cosechó el apoyo de muchos que luego votarían a Trump en 2016.
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Donald Trump transformó los “meros” eufemismos en explosiones a voz en cuello de racismo, misoginia, islamofobia, homofobia, transfobia y sentimientos antiinmigrantes. La base “obrera” que su retórica invocaba era blanca, heterosexual, masculina y cristiana y estaba integrada por trabajadores de la minería, el petróleo, la construcción y la industria pesada. En contraste, la clase obrera cortejada por Sanders era amplia y expansiva y no solo abarcaba a los trabajadores fabriles del Cinturón del Óxido, sino a los del sector público y los servicios, incluyendo a mujeres, inmigrantes y personas de color. Sin
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Las políticas del Trump presidente divergen por completo de las promesas de campaña del Trump candidato. No solo desapareció su populismo económico: su designación de chivos expiatorios es cada vez más despiadada. En síntesis, lo que sus partidarios votaron no es lo que obtuvieron. El corolario no es un populismo reaccionario, sino un neoliberalismo hiperreaccionario. Sin embargo, el neoliberalismo hiperreaccionario de Trump no constituye un nuevo bloque hegemónico. Al contrario: es caótico, inestable y frágil. Esto se debe en parte a la peculiar psicología personal del portaestandarte y en parte a su codependencia disfuncional con la dirigencia del Partido Republicano, que ha intentado sin éxito reafirmar su control y ahora espera el momento oportuno mientras busca una estrategia de salida. No podemos saber exactamente cómo evolucionará esta situación, pero sería necio descartar la posibilidad de que el Partido Republicano se divida.
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Trump, quien sin el menor reparo, como señala con agudeza David Brooks, “tiene olfato para detectar las heridas en el cuerpo político y día tras día mete un atizador al rojo vivo en todas y cada una para dejarlas siempre abiertas”. El resultado es un ambiente tóxico que parece convalidar la idea, sostenida por algunos progresistas, de que todos los votantes de Trump son “deplorables”: racistas, misóginos y homofóbicos incurables. También gana fuerza la idea contraria, respaldada por muchos populistas reaccionarios: que todos los progresistas son moralizadores incorregibles y elitistas engreídos que los miran con condescendencia mientras sorben su café italiano y juntan dólares a paladas.
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