Los prejuicios funcionaban aquí como gasolina barata que ponía en marcha un ejército de peones en las redes sociales, por más que los medios de comunicación trataran de desmontarlos con datos y estadísticas. Es habitual que, cuando se trata de escoger entre la realidad y sus estrechos prejuicios, los individuos se queden con sus prejuicios, porque al menos estos conforman entre sí un relato coherente, mientras que la realidad es solo un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa. Casi nadie se tomaba la molestia de verificar tales informaciones, pues había titulares para alimentar todas las formas de intransigencia, y los simpatizantes de LUX no eran los únicos, pero sí los más reacios a revisar la credibilidad de las noticias, hombres que habían renunciado al combate fundamental: el combate contra sus propias ideas preconcebidas, hombres para los que la realidad solo era un comentario, una nota a pie de página de sus propias
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Contábamos con medios de comunicación e información con los que hubieran soñado los filósofos ilustrados, herramientas prodigiosas con las que fomentar el conocimiento, y no obstante las empleábamos como una gigantesca máquina de producir bilis, con titulares tendenciosos sobre la inmigración, las feministas, los progresistas, que conducían al lector a un mismo corolario: nadie te tiene en cuenta, eres la última pieza del engranaje, la izquierda solo se preocupa de los rumanos, de los mahometanos, de las mujeres histéricas, de los travestis y de los negros. Pero ¿quién se preocupa de ti? Y ese mensaje calaba con facilidad entre los desempleados, los desahuciados, los desengañados, los desposeídos, los desharrapados, entre todos aquellos que anhelaban proclamar que no eran unos privilegiados, que no tenían la culpa de lo que hacían otros varones heterosexuales, blancos y españoles, que no era el género masculino en su conjunto el que agredía o violaba a una mujer. ¡Mírame! Vivo con cuatrocientos euros al mes en un barrio degradado, sin apenas ayudas sociales y sin esperanza. ¿De veras te parezco un privilegiado, un representante del orden patriarcal, un supremacista? Y, aunque lo fuera, ¿por qué hablaban ustedes de los hombres como si pertenecieran a un estadio evolutivo anterior a las mujeres? ¿Por qué los varones teníamos que sentirnos culpables, por ejemplo, de todas y cada una de las agresiones sexuales, como si se hicieran en nombre de todos? Un crimen es un acto individual o colegiado, no es la sociedad la que impulsa tu conducta, la que te empuja a la alcoba de la agredida ni te susurra instrucciones al oído mientras fuerzas su intimidad. No, siempre se está solo frente a la víctima. Un hombre que viola o que mata a una mujer no es la expresión de una superestructura ideológica, sino alguien que está solo en la cabina de mandos del mal.
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Lo que aquellos hombres hacían era gestionar el miedo. El sistema era simple: los perturbados, los inmigrantes ilegales, los enemigos de la patria tenían que saberse en permanente peligro y en completa indefensión, y de este modo dormirían con miedo, se afeitarían con miedo y caminarían con miedo por las calles. La violencia, de este modo, ni siquiera sería necesaria, porque bastaría con la mera expectativa de la violencia.
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Toda esa constante radiación sobre lo que los hombres hacemos, sobre nuestros privilegios, de la masculinidad tóxica, esa tenaz censura sobre nuestras palabras y ese fastidioso corsé de lo políticamente correcto. ¿Qué esperaban ustedes, que agacháramos la cabeza y escondiéramos el rabo entre las piernas? No, algún día nos rebelaríamos contra todo eso.
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