Decenas y decenas de voces le hablan a la autora de todo lo que significó Chernobil.
Soldados, liquidadores, bomberos, emigrantes, campesinos, físicos nucleares, políticos comunistas, abuelas, niños, maestros ... pasan por el libro hablando de las miles de cosas minúsculas que componen la tragedia.
Cuentan sus miedos a ese enemigo invisible que impregna todo de muerte y del desarraigo de su evacuación súbita y obligada. Hablan de sus bosques y de una naturaleza que parece pura pero hace enfermar todo lo que toca.
Se cuentan terribles escenas como la de los bomberos y su lucha contra el incendio y su posterior agonía, ardiendo en radioactividad, o la matanza de perros y gatos en los pueblos abandonados.
Ante todo hay un no saber cómo entender esta tragedia, superior incluso a la guerra, que es tan invisible como cierta, y llega tardíamente, acabando con cualquier posibilidad de futuro.
Frente a ella, estos seres de Chernobil se sienten objetos contaminados de los que todos huyen, cobayas en donde médicos e investigadores experimentan. Son seres trágicos de una vida ya imposible que morirán de cáncer, y han quedado estériles o gestan fetos llenos de malformaciones y enfermedades.
Pero el libro explica mucha más cosas.
Es todo un tratado de la mentalidad soviética (su épica de héroes, su fatalismo) y de sus sistemas corruptos, lentos y oscurantistas que se forjaron durante décadas y en donde la perestroika apenas logró penetrar.
Nos habla también de la transición nunca lograda entre el comunismo y el capitalismo.
También de las múltiples Rusias que conviven sin poder comunicarse, la de la ciencia física y la energía atómica, frente a la rural que aún adora sus iconos y vive con luz de candil, que no puede entender todo lo que ocurre.
La lectura es verdaderamente adictiva, con un ritmo endiablado, pero sobre todo con una verdad (múltiples verdades) que llega directamente para explicar historia desde el corazón.
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