Se les enseña implícitamente a verse a sí mismos como una marca, pero ésta será juzgada por su apariencia de autenticidad.
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(Y eso incluye a posibles empleadores: «Nadie me ofrecerá un trabajo hasta que haya descubierto mi verdadero yo», me dijo una vez un licenciado.)
Así, antes de publicar una imagen, subir un vídeo, reseñar una película o compartir una fotografía o un mensaje, deben considerar a quiénes complacerán o disgustarán con su elección. De alguna manera, tienen que averiguar cuál de sus «verdaderos yoes» potenciales resultará más atractivo para los demás, contrastando siempre sus opiniones con lo que creen que podría ser el parecer medio entre los creadores de opinión online.
Todas las experiencias pueden captarse y compartirse, por lo que les consume continuamente la duda de si hacerlo o no. Incluso aunque no exista ninguna posibilidad de compartir la experiencia, esa posibilidad puede imaginarse con facilidad, y así se hará. Cada elección, contemplada o no, se convierte en un acto de construcción de la identidad.
No es necesario ser un crítico radical de nuestra sociedad para darse cuenta de que el derecho a tener cada día algo de tiempo en el que uno no esté en venta casi ha desaparecido. La ironía es que quienes acabaron con el individuo liberal no fueron los camisas pardas fascistas ni los guardias estalinistas. Murió cuando una nueva forma de capital empezó a enseñar a los jóvenes a hacer lo más liberal del mundo: ¡ser tú mismo!
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Este individualismo posesivo siempre ha sido perjudicial para la salud mental. El tecnofeudalismo empeoró infinitamente la situación cuando derribó el cerco que proporcionaba al individuo liberal un refugio frente al mercado.
El capital en la nube ha descompuesto al individuo en fragmentos de datos, una identidad compuesta de elecciones expresadas por clics que sus algoritmos son capaces de manipular. Ha producido individuos que, más que ser posesivos, están poseídos, personas incapaces de ser dueñas de sí mismas. Al apropiarse de nuestra atención, ha disminuido nuestra capacidad de concentración. No hemos perdido la voluntad. No, nos han robado la concentración.
Y como se sabe que los algoritmos del tecnofeudalismo refuerzan el patriarcado, los estereotipos y las opresiones preexistentes, los más vulnerables —las niñas, los enfermos mentales, los marginados y también los pobres— son quienes más sufren las consecuencias. Si algo nos ha enseñado el fascismo es nuestra tendencia a demonizar estereotipos y la horrible atracción que despiertan en nosotros emociones como la rectitud, el miedo, la envidia y el odio.
En nuestro mundo tecnofeudal, internet acerca al «otro», temido y odiado, nos enfrenta directamente a él. Y como la violencia online parece incruenta y anodina, somos más propensos a responder a este «otro» online con ira, provocaciones y un lenguaje inhumano.
La intolerancia es la compensación emocional del tecnofeudalismo por las frustraciones y las ansiedades que experimentamos en relación con la identidad y la atención. Los moderadores de comentarios y la regulación del discurso de odio no pueden parar esto, porque es algo intrínseco al capital en la nube, cuyos algoritmos optimizan las rentas de la nube, que surgen más abundantemente del odio y la insatisfacción.