El cuartel general de la flota imperial del oeste era un triunfo del hombre sobre la naturaleza, ya que ninguna población podía levantarse allí por derecho propio. No había río que la alimentara, ni pozos ni manantiales.
Sin embargo, el divino Augusto había decretado que el Imperio necesitaba un puerto desde donde controlar el Mediterráneo, así que ahí estaba: la encarnación del poder de Roma, los brillantes discos de plateado mar de su puerto interior y exterior; los dorados picos y las popas en forma de abanico de los cincuenta navíos de guerra brillando con el sol del atardecer; el polvoriento recinto del patio de la escuela militar; los techos de teja roja y las encaladas paredes del sector civil de la población que se elevaban por encima de los mástiles del astillero.
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