Se pasaban de mano en mano diversas profecías de algunos
magos o de santos de la Iglesia Católica. Ciertos impresores de la ciudad
vieron pronto el partido que podían sacar de aquella novelería y propagaron en
numerosos ejemplares los textos que circulaban. Dándose cuenta de que la
curiosidad del público era insaciable, acabaron por emprender búsquedas en las
bibliotecas municipales sobre todos los testimonios de ese género de que la
tradición podía proveerles, y los repartieron por la ciudad. Cuando la historia
misma empezó a estar escasa de profecías se las encargaron a los periodistas,
que en este punto, por lo menos, resultaron tan competentes como sus modelos de
los siglos pasados.
Otros establecían comparaciones con las grandes pestes de la
historia buscando similitudes (que las profecías llamaban constantes) y por
medio de cálculos no menos caprichosos pretendían sacar enseñanza para la
presente. Pero los más apreciados por el público eran sin disputa los que en un
lenguaje apocalíptico anunciaban series de acontecimientos que siempre podían
parecer los que la ciudad iba experimentando y cuya complejidad permitía todas
las interpretaciones. Nostradamus y Santa Odilia eran consultados a diario y
siempre con fruto. Lo que había de común en todas las profecías es que, en fin
de cuentas, eran todas ellas tranquilizadoras. Sólo la peste no lo era.
LA PESTE (Albert Camus)
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