lunes, 10 de mayo de 2010

CINCO BALAS

Entraron sin siquiera llamar a la puerta. Simplemente, la echaron abajo, dieron un par de patadas a los muebles que encontraron en medio (los pocos que nos quedaban) mientras gritaban cosas incomprensibles. Llevaban ropa verde oscura, cascos del mismo color, en cuyos uniformes se encontraban escritas palabras llenas de zetas y jotas cuyo significado no alcancé a comprender y unas pesadas e imponentes metralletas en los brazos. Mi padre levantó las manos y les respondió, balbuceando torpemente en su extraño idioma. Ellos sonrieron de modo amenazador y le apuntaron con su arma en la cabeza, aumentando el volumen de la voz. Miré a mi hermano mayor, que había soltado de golpe el libro que estaba leyendo y comenzaba a levantarse con lentitud, sin apartar la mirada de la pistola que le apuntaba. Sin embargo, yo me detuve en los ojos azul eléctrico del soldado alemán que se había adelantado. Él agachó la cintura y colocó su nariz pegada a la mía. Yo le sostuve la mirada. No me daba miedo.

Apenas dos minutos más tarde, uno de los hombres me alzó con agresividad y sin ninguna muestra de esfuerzo, me lanzó al interior de un lúgubre y tenebroso camión. Allí, prácticamente a oscuras, sentí la presencia de otras personas a las que apenas conseguí distinguir entre la penumbra, por mucho que lo intenté, no conseguí alcanzar un número exacto de los que nos encontrábamos en aquel vehículo, sin embargo, ellos ni se molestaron en dirigirme la mirada. Se encontraban cabizbajos y expresaban gestos de tristeza y cansancio en sus sucios rostros. En la misma posición encontré a mi padre y a mi hermano que yacían en el fondo del furgón acurrucados envolviéndose cariñosamente con los brazos, abrazo al que me incluí.

- Todo va a salir bien –me susurraron ambos, quise creerles, aun sabiendo que ni siquiera ellos confiaban en las palabras que murmuraban.

Cuando desperté, estaba algo desorientado, pues todo seguía muy oscuro y no tenía la noción del tiempo que había permanecido dormido, sin embargo noté que nada había cambiado, todo seguía en su posición inicial. Yo tampoco pude moverme, pues mi hermano se encontraba apoyado en mi hombro. Era hora de hacerme preguntas que no había podido plantear antes, la primera y más importante era, ¿hacía donde me dirigía? Por más que pensaba, no podía imaginarme qué clase de viaje era ese. No eran unas vacaciones, pues en mi familia, un único y escueto sueldo (el de mi padre, sastre en un pueblo cercano a Varsovia) no llegaba para ese tipo de actividades, y, por otra parte, estábamos siendo tratados muy mal, así que, nada, descartado. ¿Tal vez nos mudábamos? No. Me habrían dejado recoger mis cosas, ese frío camión hubiera sido algo menos desagradable con la compañía de Hobbes, mi inseparable tigre de peluche. Además, toda esa gente no podía venirse a vivir con nosotros, no cabríamos en ninguna casa y, fuera de mi familia, no conocía a nadie de los presentes. Tampoco nos estaban llevando a la cárcel; al fin y al cabo, no habíamos hecho nada malo, ¿no?

Estaba acercando la cabeza al oído de mi padre para preguntárselo cuando el camión dio un frenazo brusco y las compuertas se abrieron. Tras ella, apareció un hombre de uniforme verde que, al igual que los que ya había visto antes, comenzó a gritar y a escupir con cada zeta que pronunciaba. Seguí sin entender lo que dijo, pero, acto seguido, todos mis compañeros de viaje comenzaron a levantarse en silencio. Yo me encontraba al fondo del camión y, gracias a ello, tuve más tiempo para observar la gran alambrada metálica que se levantaba unos metros por detrás de los soldados que nos esperaban en la puerta de aquel sombrío camión. Aunque nos encontrábamos en plena noche, aquella cantidad de focos me deslumbraron haciéndome perder la poca orientación que me quedaba. No tenía ni idea de donde nos encontrábamos. Por fin pude ver con nitidez aquellos apenados y abatidos rostros, al contrario que yo, ellos sabían lo que iba a pasar y sus caras me hacían ver que no era nada bueno. Cada pocos metros, se encontraba edificada una inmensa torre, en la cima de la cual vi desvanecidas sombras que me clavaban los ojos a medida que avanzaba por aquel corredor. Atravesando aquellas gigantes vallas, se podían ver enormes casas viejas de madera en un estado deplorable. Solo podían diferenciarse por un número blanco que se encontraba en la parte frontal de los barracones. Estaba mirando el número 23 fijamente cuando de él empezaron a salir miles y miles de personas, me era imposible contarlas, de este como de los otros refugios, eran todos iguales, rapadas y con trajes grisáceos, descoloridos y desgastados.

Llegó mi turno. Agarré la mano que mi padre me ofrecía pues me había quedado pasmado mirando la situación. Situándome el último de la fila, nos dirigíamos a aquellos barracones. Tenía las piernas hechas polvo de estar sentado tanto tiempo, no sabía con exactitud cuánto pero lo que si sabía era que me encontraba lejos de mi casa. Solo habíamos recorrido unos metros y las piernas empezaban a fallarme, utilizaba toda mi concentración en coordinar un pie con el otro, apenas había dormido y me encontraba muy cansado, en ese momento caí al suelo, aunque pocos me miraron, seguían cabizbajos sin dar señales de tener conciencia de mi presencia, pase mucha vergüenza mientras me limpiaba la arena de las manos arrodillado en el camino. Concentré todas mis fuerzas para levantarme en lo que una suela de zapatos me hizo poner la cara en el suelo mientras me oprimía la nuca. Intenté zafarme de aquella presión y cuando conseguí liberarme y darme la vuelta vi algo que recordaba, aquellos ojos azul eléctrico que nos habían sacado de mi casa a patadas se toparon con mi mirada de nuevo. No supe cómo reaccionar y, por alguna razón, mi lengua decidió no actuar, me quedé como un tonto, con la boca abierta. Mi padre se había parado a mi lado pero no hacía nada, estaba quieto pero las lágrimas que brotaban de sus ojos su mirada y su rostro no expresaban ira, sino impotencia y resignación. La sonora carcajada del soldado zanjó mis pensamientos y cubrió el sonido de mis gritos cuando me elevó por los aires agarrándome del pelo para ponerme de nuevo de pie.

Esta vez, obligué a mis piernas a avanzar, pero, por lo visto, la velocidad de mis pasos no era suficiente para ellos. El mismo pie que me había tirado al suelo me golpeó con dureza en la espalda. Me desplomé de nuevo, gimiendo, mientras aquel hombre se carcajeaba. No, desde luego, no eran unas vacaciones.

Esta vez no quise levantar la mirada del suelo, por miedo a encontrarme con la suya, desafiante y sádica. No pude ver por tanto como mi padre empujaba a aquel militar defendiéndome de sus agresiones. Solo pude oír los insultos que salían de la garganta del soldado. Mientas mi cara seguía hundida en la tierra, oí los gritos de mis compañeros y de las personas que había visto saliendo del barracón 23, ahora situadas en la valla, jadeando. Todos gritaban y alentaban la furia del militar. No debí levantar la cabeza del suelo, debí seguir mirando el charco de sangre que desprendía mi labio inferior, pero lo hice, me di la vuelta y vi los vidriosos ojos de mi padre mirándome mientas el soldado levantaba la mano a una de las torretas que asedió el pecho de mi padre. Cinco balas impactaron de lleno en el corazón de mi defensor, vi como exhalaba su último suspiro mientras caía de rodillas a mi lado. Acto seguido se desplomó, su cuerpo chocó contra la arena a tan sólo unos centímetros de mí. Su vitalidad fue desapareciendo en un río de sangre, que manaba de los profundos agujeros de su pecho. Sus ojos, grises y apagados, miraron directamente a los míos. Acerqué el oído a sus labios, llenos de sangre que susurraron las mismas palabras que había escuchado en el camión:

- Todo va a salir bien.


Diego Sánchez Salazar (4º ESO, SIES La Poveda en Campo Real).

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