(...) Invadiremos Austria sin pedir permiso a nadie, y lo haremos por amor.
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Hitler comunicó a los jefes de sus ejércitos que proyectaba ocupar a la fuerza una parte de Europa. Primero invadirían Austria y Checoslovaquia. Es que en Alemania estaban muy apretados, y como nunca se alcanza el meollo de sus deseos, como la cabeza se vuelve siempre hacia los horizontes difusos, y además, como un fondo de megalomanía sobre trastornos paranoicos hace que la pendiente resulte más irresistible, después de los delirios de Herder y del discurso de Fichte, desde el espíritu de un pueblo celebrado por Hegel y el sueño de Schelling en torno a una comunión de los corazones, la noción de espacio vital no suponía ninguna novedad.
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En Austria, hacia donde apuntaron de inmediato las ambiciones del Reich, el canciller Dollfuss, que se había arrogado —desde lo alto de su exiguo metro cincuenta— todos los poderes, fue asesinado por nazis austriacos ya en 1934.
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Pero ¿qué exige ese acuerdo? De entrada, exige —merced a una fórmula vacía y poco comprometida— que Austria y el Reich se consulten sobre los asuntos internacionales que atañan a ambas partes. Exige —y ahí es donde empiezan a complicarse las cosas— que en Austria se autoricen las ideas nacionalsocialistas y que Seyss-Inquart, un nazi, sea nombrado ministro del Interior, y con plenos poderes: una injerencia inconcebible. También exige que el doctor Fischböck, un nazi notorio, sea nombrado asimismo miembro del gobierno. Exige a continuación la amnistía para todos los nazis encarcelados en Austria, incluidos los nazis criminales. Exige que a todos los funcionarios y oficiales nacionalsocialistas se les restituyan los derechos de que gozaban anteriormente. Exige el inmediato intercambio de un centenar de oficiales entre los dos ejércitos y el nombramiento del nazi Glaise-Horstenau como ministro austriaco de la Guerra. Y, en fin, exige —postrer afrenta— la destitución de los directores de propaganda austriacos. Tales medidas deberán hacerse efectivas en ocho días, a cambio de lo cual —sublime concesión— «Alemania reafirma la independencia de Austria y su adhesión a los convenios de julio de 1936», que quedan ya totalmente vacíos de contenido. Luego, para acabar, fórmula inaudita después de lo que acaba de leerse: «Alemania renuncia a toda intromisión en la política interior de Austria». Es como estar soñando.
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Se detienen un instante ante la casa natal del Führer, ¡pero no hay tiempo que perder! Llevan ya demasiado retraso. Las chiquillas tienden ramos de flores, la multitud agita banderines con cruces gamadas, todo marcha bien. A media tarde la comitiva ha atravesado ya numerosos pueblos. Hitler sonríe, agita la mano, la exaltación resulta visible en su rostro; hace el saludo nacionalsocialista cada dos por tres, a corros informes de campesinos o de muchachas. Pero las más de las veces se limita a exhibir ese extraño gesto que tan felizmente parodió Chaplin, el brazo doblado con un ademán
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Con el fin de consagrar la anexión de Austria, se convocó un referéndum. Se detuvo a los opositores que quedaban. Los sacerdotes instaron desde el púlpito a votar a favor de los nazis y las iglesias se ornaron con banderas con cruces gamadas. Hasta el antiguo líder de los socialdemócratas pidió que se votara sí. Apenas se alzó alguna voz discordante. El 99,75% de los austriacos votó a favor de la incorporación al Reich.
El orden del día (Éric Vuillard)
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