Como una nave espacial que rodea una y otra vez la tierra como las famosas de 2001 que bailaban en un vals entre ellas.
La novela se desarrolla como el orbital, repetida una y otra vez, siempre igual y siempre distinta, precisamente hoy que aquellos astronautas que giran y giran en torno a la Tierra están viendo pasar a otros que ya están llegando por segunda vez a la Luna.
Hay un ritmo de baile y un espectáculo sobrecogedor de la tierra mostrándose a ella misma, bella de luz o de estrellas, en donde no hay ni guerras ni fronteras.
Pero bajo está música hay ruidos y miedos, los de las personas astronautas que viven en la estación y sueñan, y sufren por las muertes, la falta de gravedad o la soledad.
Hay además un supertifon que nos habla del progresivo calentamiento y de la muerte de miles de personas en las islas del Pacífico.
Y, mientras, una órbita tras otra para pensar en los limites de la ciencia o de los cuerpos humanos, como una danza o un presidió de ratones y experimentos.
Con una belleza terrible, Harvey nos fascina con la multitud de pequeños pensamientos y la belleza sin cuento de esa Tierra que gira y con ella la nave, dejándonos unas descripciones casi hipnóticas de la geografía que no para de pasar, de los sucesivos amaneceres que se rompen en luz sin cesar mientras los humanos, tan pequeños, queremos hacerla inevitable con nuestro CO2 y nuestras querellas nacionales.
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