Se considera a Ibn Jaldun como el primer historiador moderno
que evolucionó desde la historia personalista y de hechos de Heródoto y
Tucídenes para investigar los grandes imperios y su evolución histórica.
En esta novela (rigurosamente histórica) el autor se centra,
acaso más que en su faceta de historiador (que resume en uno de sus últimos
capítulos), en su faceta de cortesano y asesor de los distintos poderes de Al
Andalus y el Magreb (meriníes marroquíes, sultanes argelinos y tunecinos, el
Cairo mameluco…).
Como fuera al Jatib en el reino nazarí, su vida es una
constante montaña rusa que pasa de los fastos y el favoritismo de los distintos
sultanes al exilio, la cárcel o el simple desprestigio público generado por las
envidias cortesanas.
Una curiosa paradoja sumamente habitual en el Islam medieval
debida al mecenazgo real en donde los grandes pensadores deben “perder” gran
parte de su vida en las continuas intrigas de unas cortes habitualmente inestables,
tanto por ataques interiores como por convulsiones internas, que les obligarán
a una existencia continuamente alterada por los acontecimientos.
Quizás sea éste el mayor mérito de la novela, el retrato de
estos gobernantes despóticos y sus cortes siempre divididas en facciones en
donde el poder es una pelota que cambia constantemente de manos en un juego sin
fin de ambición, envidia, codicia, crueldad, contiendas,
traiciones, mentiras, promesas
Y en medio de esta vorágine, el autor consigue crear una voz
intensa y personal, la del propio historiador que nos cuenta en primera persona
todas sus cuitas, atraído como una polilla por el poder que le terminará
quemando las alas en numerosas ocasiones, obligándole a estudiar a los hombres
y sus intereses más ocultos, lo que debió ser de gran utilidad para su
concepción, esencialmente pesimista, del poder y la historia.
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