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—Balbus victor! —lo aclamaban—. Balbus imperator! Lo acompañaban sus dos legiones vencedoras y a la que yo pertenecí, la Augusta, ante cuyo lábaro incliné la cabeza con lágrimas en los ojos. Lo seguían el rey Juba de Mauritania, el gran aliado de Roma en el territorio, con sus jinetes númidas, los arúspices del Palatino, las seis vestales y los flamines o sacerdotes de Minerva y Ceres, con los litus en sus manos. Un coro multitudinario de músicos y danzarinas rodeaba los thensae, los carromatos que transportaban las efigies amarfiladas del panteón romano, y grandes cartones pintados apresuradamente con los nombres y las imágenes de las gentes bárbaras vencidas, así como las ciudades tomadas al enemigo que yo conocía por mi estancia en Cirta: Tabudium, Gemella, Thuben, el monte y el río Níger, el río Dasibari, Debris y Garama y las riquezas que producían. Bajo el frontal de carruaje de Balbo, tirado por caballos blancos, se oía el tintineo de un falo de plata para prevenir al vencedor de los malos espíritus. Mi victorioso patrono lucía sobre su cabeza una corona de laurel y se vestía con una túnica bordada con palmas de oro, la túnica palmeta, y una ostentosa toga púrpura de Bozrah, bordada con estrellas doradas: la sacra toga pacta. —Io triunfe! ¡Salve, oh triunfo! —lo aclamaban los legionarios. Lucio Balbo saludaba sonriente a la oleada humana, concentrada en foros, esquinas y vicus, mientras sostenía en una mano un cetro de marfil, el imperium, y en la otra una frondosa rama de laurel. Montado en el carro, tras él, iba un esclavo que sujetaba por encima de su testa la corona de oro de Júpiter, mientras le susurraba al oído: «Mira hacia atrás y recuerda que eres mortal».
Tras su rueda se movían unos carromatos adornados de guirnaldas con el espectacular botín amasado en los asaltos a los poblados garamantas, sobre todo de gemas, diamantes, oro, joyas desvalijadas al enemigo, armas, imágenes pintadas en pancartas con las batallas libradas y miniaturas en madera y cartón de las fortalezas asaltadas y destruidas. El gentío rugía de fervor hacia el triumphator, y los veteranos, de viejas cicatrices y voces roncas, seguían cantando himnos castrenses y distribuyendo monedas entre la marea humana. A los legionarios se los veía exultantes, pues recibirían diez mil denarios como recompensa y el doble los comandantes. Habían sustituido sus armas por laureas que balanceaban en sus manos mientras cantaban las excelencias de su general triunfador. Una reata de esclavos nubios tiraba de unos carretones con jaulas donde los reyezuelos capturados y los caudillos de los pueblos del desierto miraban cabizbajos y sobrecogidos a la plebe. Los aguardaba la muerte. El vulgo les arrojaba inmundicias y los insultaba, recordando los feroces asaltos a las ciudades de la costa africana donde se habían perdido muchas cosechas de trigo, imprescindible para la manutención de la gran holgazana: la plebe de Roma. Los seguían los toros blancos que se sacrificarían ante el Capitolio, coronados de flores y con los cuernos pintados con pan de oro, junto a los trompeteros del Senado y los danzarines capitolinos que bailaban danzas arcaicas al son de las flautas y tamboriles. Las tribunas del Foro se hallaban atestadas con los cargos públicos, los invitados más ilustres de la República y los embajadores de Capadocia, Pérgamo, Tiro, Gades y Laodicea acomodados en sillas de marfil y bajo un dosel anaranjado de seda que aliviaba la resplandeciente luminosidad.
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Después resonaron como truenos los timbales de guerra y las tubas de los legionarios, entonando el himno de Marte. Cientos de palomas volaron asustadas por encima del friso del templo, instante en el que fueron separados del cortejo los prisioneros y rehenes africanos, quienes fueron conducidos a la cárcel del Tullianum, donde serían estrangulados y arrojados sus cadáveres a las Gemonias del Tíber. Era la norma aceptada que no admitía la misericordia y Balbo no haría ninguna excepción. Llegados al templo de Júpiter, fueron sacrificados los toros en una gran hecatombe ante el padre de los dioses. Balbo Minor bajó del carruaje de caballos blancos y subió los escalones del santuario de rodillas, para manifestar su humildad. Había cumplido cincuenta y cuatro años y mi patrón se hallaba en el cénit de su gloria, aunque recitaba: «Nada soy ante los dioses inmortales». El victorioso se cubrió la cabeza con el manto escarlata y rezó contrito ante la estatua sedente de Júpiter Óptimo Máximo, como habían hecho muchos generales romanos antes que él. El pueblo contemplaba al hispano, eufórico por contar con un estratega de su calibre, y lo ovacionó con largueza. Después, el Senado, los altos funcionarios, magistrados, familiares, vestales e invitados del Estado participaron en un suntuoso banquete en el mismo Capitolio. Merodeé por sus salas para intentar descubrir a Valeria, pero allí no se encontraba, ya que a las mujeres no les estaba permitido participar. Abandoné el santuario decepcionado y busqué a algún amigo conocido.
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Mientras tanto, el pueblo romano y los soldados de las legiones fueron agasajados en grandes mesas que se ubicaron en el Foro y en el Aventino, donde sobraron la comida, las diversiones y el vino; y post meridium se celebró un espectáculo de carreras de cuadrigas en el Circo Máximo que complació a la ciudadanía. Roma se divertía y saciaba su hambre a costa de Lucio Cornelio Balbo.
El jardín de las vestales (Jesús Maeso de la Torre)
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