Placidia fue hacia una de las bañeras medianas. En ella cabían tres o cuatro personas. Soltó la tela que cubría su cuerpo, sobre una banqueta de madera, y se metió dentro. El agua tibia comenzó a relajar su musculatura.
El baño caliente tenía más clientela. Se notaba que las mujeres buscaban la parte más agradable. El vaho del agua desprendía una bruma húmeda y pegajosa y enseguida notó el cambio de temperatura.
Notó como la carne se le encendía a pesar de estar bajo el agua y creyó que no resistiría la temperatura. Una de las esclavas se acercó con un cubo de agua caliente y antes de que pudiera decir nada, lo vertió dentro y Placidia sintió que le quemaba la piel. Fue solo un instante. Poco a poco se fue acostumbrando a la nueva temperatura y al cabo de un rato, era ella la que pedía a las esclavas de los baños que le volcaran el agua. Se sentó en el saliente por dentro de la bañera y el agua le cubrió hasta el nacimiento de los cabellos. Estuvo así un tiempo y fue notando que el calor ablandaba los músculos, destensaba los tendones, y daba flacidez a sus carnes prietas. Inspiró por la nariz y la humedad del ambiente calentó por dentro sus fosas nasales. Dejó sus brazos sin fuerza, muertos, para que fueran atraídos hacia la superficie.
(...) Fue hacia el frigidarium. Sin pensárselo dos veces, soltó la tela y se metió de golpe. Creyó que se le cortaba la respiración, siempre le sucedía en los primeros instantes. Notó que la circulación se le activaba, metió el resto del cuerpo y tan sólo dejó la cabeza fuera del agua. No quería perder el peinado que llevaba y tampoco le gustaba sumergirse toda. Dejó que el agua fría tonificara su cuerpo y se propuso aguantar un rato más. Luego salió del estanque y fue hacia las pequeñas habitaciones laterales donde aguardaban las masajistas. Se desprendió de la tela y se tumbó boca abajo en el primer diván. Había decidido que las aguardaría allí. La esclava encargada de estos menesteres colocó un fragmento de lino suave por encima de las nalgas de Placidia, y se untó las manos con aceite de olivas y las frotó entre ellas para calentar el ungüento. Luego se colocó a la cabecera del diván y llevó las manos hacia los costados de Placidia e inició el masaje. Pasó la palma de la mano sobre las lumbares y la movió despacio hacia la parte alta de la espalda, cerca de los hombros. Luego volvió a bajarlas por el centro y repitió el movimiento varias veces. Después la masajista se movió alrededor del diván y pasó a un lado de Placidia para masajear desde allí el costado contrario, cuando creyó que había logrado destensar aquella parte, cambió de lugar, fue al otro lado y se puso a frotar suave sobre el riñón más alejado. Luego le bajó el lino por debajo de las nalgas, se untó de nuevo con aceite y masajeó aquella zona durante un rato. Volvió a taparla y comenzó el masaje sobre las piernas. Primero una, de los muslos hacia abajo, metía las manos muy arriba, casi a la altura de la entrepierna, y bajaba presionando a lo largo del miembro. Luego se untó de nuevo las manos y pasó al pie. Estuvo estirándole los dedos y haciéndole pequeñas presiones sobre ellos. Cuando terminó de aquella pierna, se la cubrió con el lino para que mantuviera el calor y buscó la otra. Destapó hasta el muslo y pasó los dedos abiertos sobre la carne dejando caminos blancos que enseguida se tornaban rojos. Repitió los mismos movimientos. Tomó el resto del lino, le tapó ambas piernas y regresó a la espalda de Placidia. Allí empujaba con fuerza sobre los músculos y distendía los tendones enganchados. Parecía que quería meter sus dedos finos por debajo de la escápula y Placidia se dejaba hacer y ronroneaba como un gato satisfecho. La mujer se volcaba luego sobre el cuerpo de Placidia y de vez en cuando estiraba hacia la nuca con una mano y con la otra empujaba hacia las nalgas tratando de abrir los espacios entre las vértebras. Cuando creyó que había trabajado suficiente con la parte posterior de Placidia la hizo darse la vuelta.
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