Debió de ser indescriptible… La agitación, la confusión… Empezó con los marineros, la flota había estado inmovilizada en los puertos, Kiel y Wilhelmshaven, sin hacer nada durante años; la comida era pésima, la disciplina muy dura. Entonces se enteraron de que tenían que zarpar para una última batalla contra los ingleses, y ese mismo día de noviembre se rebelaron, apagaron las calderas y marcharon hacia las ciudades. Fue como una cerilla en hierba seca, ¿sabes?; la gente estaba agotada, cansada de la guerra. La revuelta se extendió a los obreros, al ejército; en todas las ciudades había multitudes en las calles, marineros con fusiles y brazales rojos, mujeres que gritaba desde las casas… Fue toda una revuelta de los trabajadores contra el orden establecido. Y, por supuesto, ¿quiénes eran los símbolos del gobierno del Káiser? Los oficiales. ¡Y la gente se puso a perseguir oficiales por las calles y a arrancarles las charreteras! »
Bueno, creo que eso no es tan importante para un norteamericano. Para un oficial alemán, esas insignias sobre sus hombros representan… no podría explicártelo…, lo representan todo: su país, su honor, su lugar jerárquico en el mundo… Las charreteras tienen, ¿cómo podría decirlo?, una importancia mística. Todos saludan al hombre con charreteras de mayor graduación. Recuerdo que, cuando yo era pequeño y paseaba con mi padre por la Unter den Linden, todos los hombres de uniforme le saludaban… »
Pues bien, imagínate ahora a mi hermano menor, con dieciséis años, de cadete del colegio militar y paseando por la calle con otro cadete, cuando de pronto se ve rodeado por una multitud, soldados y marineros desertores y mujeres de las fábricas, que se apodera de ambos muchachos, los derriba, los patea y les arranca las charreteras del uniforme y les grita insultos de toda clase. »¿Puedes imaginar cómo se sentirían? ¿Cómo detestan ahora todo lo que tenga que ver con obreros y banderas rojas, bolchevismo o socialismo? »
Bien, ¿qué sucede mientras tanto? El país está sumido en el caos. El Káiser escapa a Holanda. Karl Liebknecht proclama un sóviet alemán. Los socialdemócratas proclaman una república. La gente se dispara entre sí desde las barricadas. Nadie sabe qué está ocurriendo. Los grupos espartaquistas de Liebknecht, los verdaderos comunistas, desfilan por las calles, toman edificios públicos. Es una revolución. Y, como te he dicho, al pueblo alemán no le gustan las revoluciones, ni siquiera a los socialistas. No le gusta que los obreros asalten las tiendas y disparen en las calles. ¿Qué hizo entonces el gobierno socialista? Llamó al ejército. »Bien, el ejército volvía de Francia, volvía ordenadamente, a la zaga de sus oficiales; pero también había sido contaminado por la revolución. Las filas estaban llenas de Soldatenräte (no sé cómo los llamáis vosotros, son una especie de comisarios, soldados) que trataban de quitar la autoridad a los oficiales, hacer elecciones… ¿Puedes imaginártelo, elecciones en el ejército alemán?
Bien, el gobierno quería tropas de confianza; en otras palabras, tropas que hicieran fuego contra otros alemanes, contra sus excompañeros, contra los Soldatenräte, los marineros… ¿Dónde podía encontrar tropas de confianza? La mayoría de los hombres que regresaban de Francia no quería disparar contra nadie, y menos contra otros alemanes. Querían irse a sus casas y eso es lo que hizo la mayoría, no bien volvieron del otro lado del Rhin.
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“El ejército es una segunda familia”. Unos habían sido soldados durante tanto tiempo que no sabían sentir otra cosa. Otros trataron de volver a su casa, no pudieron encontrar trabajo, no pudieron soportar la vida tranquila, quizá necesitaban las marchas y los cañones, la compañía de los otros soldados y la emoción… Y otros, como mi hermano menor, furiosos porque la guerra había terminado, querían tener la oportunidad de luchar por su país, quizá porque les habían arrancado las charreteras… »Bueno, lo que sucedió fue que formaron un montón de cuerpos privados de soldados. El Freikorps. Ejército-independiente. Una antigua expresión que viene de las guerras contra Napoleón. Todo el que podía encontrar algún dinero y hombres que lo siguieran, generales, coroneles, un capitán de la marina, tenientes, hasta unos pocos sargentos, lo hacía. Y el Alto Mando les permitió que tuvieran uniformes, fusiles, municiones, ametralladoras, algunos cañones y carros blindados. El Landesjädgekorps del general Maercker fue el primero; lo enviaron a Weimar para proteger a los profesores y políticos que estaban redactando una nueva constitución. Aquí, en Berlín, hubo intensos combates, los de la Guardia Montada mataron a Liebknecht, mataron a Rosa Luxemburgo, le abrieron el cráneo con la culata de los fusiles y la arrojaron al canal… Terminaron con los espartaquistas».
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Los muchachos vieron cosas terribles. No había trincheras. Luchaban en las calles, irrumpían en las viviendas colectivas de los obreros, disparaban desde los tejados, en los patios actuaban pelotones de fusilamiento… No tomaban prisioneros, simplemente los ejecutaban. Entonces, el chico tenía diecisiete años. Lucharon aquí, en Berlín, lucharon en Múnich, lucharon en Silesia y, después, regresaron a Berlín y trataron de hacer una revolución propia, el llamado «golpe de Kapp», para derribar la República de Weimar. No funcionó. Ocuparon Berlín, pero los obreros se lanzaron a la huelga general. Todo se detuvo. No había trenes, ni autobuses, ni electricidad… nada. El Alto Mando dio marcha atrás, el doctor Kapp y los generales que lo apoyaban huyeron en avión a Suecia, y la Marinebrigade Ehrhardt se retiró otra vez.
Una princesa en Berlín (Arthur R. G. Solmssen)