(Augusto). El emperador, que tenía ahora setenta y siete años, había pasado unos días de relax en la isla de Capri, divirtiéndose a bordo de una embarcación por el golfo de Nápoles, pese a que empezaba a sufrir diarrea, señal de que se acercaba su fin.
Cuando llegó a la que había sido la casa de su padre en Nola, se encontraba ya mucho peor.
Al llegar su último día, recostado en el lecho de la misma habitación en la que había muerto su padre, pidió un espejo, se peinó y enderezó su caída mandíbula. A continuación, hizo llamar a unos amigos y, dirigiéndose a ellos, preguntó «si les parecía que había actuado adecuadamente en la comedia de la vida» y añadió un par de versos en griego: «Si ha sido una buena actuación, dadnos un aplauso / y todos con alegría despedidnos». No conocemos la respuesta.
En todo caso, tras hacerlos salir, preguntó por la salud de uno de sus parientes jóvenes, su nietastra, que estaba enferma, antes de besar a su esposa Livia (ni rastro aquí de que Livia hubiese adulterado la fruta con veneno). Después pronunció las que supuestamente serían sus últimas palabras: «Livia, vive recordando nuestro matrimonio, y ¡adiós!».
El único momento en que pareció mostrar un atisbo de confusión fue cuando gritó que cuarenta jóvenes hombres se lo estaban llevando, pero aquello era en realidad un certero presagio, porque cuarenta serían los soldados que lo sacarían para iniciar el largo y caluroso viaje hacia Roma. Esta maravillosa invención de la escena en el lecho de muerte subraya muchas de las cualidades personales que uno esperaría encontrar en un emperador.
Quizás resulte sorprendente que en este caso no se mencione nada sobre el papeleo, cosa que sí se hacía con Vespasiano y con Septimio Severo. Aquí, el biógrafo se centra en la preocupación del emperador por su familia. Menciona su duradero matrimonio y sus leales vínculos con su ancestral linaje (por esta razón muere en la misma habitación en la que falleció su padre). También se quiere reflejar que es «uno de nosotros» cuando recibe a sus amigos junto a su lecho de muerte y cuando se preocupa por tener un buen aspecto (este es el motivo por el que pide un espejo y un peine, no por pura vanidad). Pero, sobre todo, se muestra que el emperador abandonó este mundo de una forma tranquila, e que incluso lo que habría podido interpretarse como un delirio acabó revelándose como una señal de que el emperador sabía lo que le deparaba el futuro.
Sin embargo, lo más revelador de todo fue la ocurrencia sobre «si había actuado adecuadamente en la comedia de la vida», enfatizada por la otra alusión teatral sobre «si ha sido una buena actuación». El tema de la falsedad y el engaño, de la imagen y la realidad, nunca ha estado lejos de mi retrato del emperador romano. Junto con todo el papeleo, los banquetes fastuosos y los refrigerios sencillos, las luchas por la sucesión y las cartas suplicatorias, hemos visto al Nerón aspirante a actor, al Trajano de cera en su triunfo, al Cómodo falso gladiador y las farsas distópicas de Heliogábalo. La imaginación de Suetonio traslada todo esto de vuelta a los momentos iniciales del gobierno de un solo hombre. Estas escenas nos dicen tantas cosas sobre la autocracia romana que incluso el propio padre fundador del sistema imperial resumió su carrera, al menos presuntamente, como una obra de teatro y como una actuación.
(...)
Así, al diseñar las ceremonias funerarias de Augusto siguiendo en parte el modelo del triunfo, con la figura de cera de Augusto vestida con el atuendo triunfal, lo que probablemente se perseguía era explotar las asociaciones del general victorioso con los dioses. Lo mismo podemos decir de la imagen de Cómodo, en la vida real y en las estatuas, disfrazado de Hércules . Puede que fuera megalomanía, pero Hércules, en calidad de «hombre convertido en dios», era un modelo muy apropiado para un emperador romano en el umbral de la divinidad.
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Los funerales imperiales en Roma, establecido por primera vez para el funeral de Augusto en el año 14 e. c. Estaba basado en las tradiciones funerarias características de la vieja élite republicana. El panegírico del fallecido, seguido de la cremación, eran solo una parte. El cadáver quedaba expuesto al público en el foro (a veces, de forma más bien macabra, apuntalado como si estuviera de pie) y, lo más definitorio, se llevaba a cabo una procesión de la familia en la que los miembros vivos llevaban máscaras que personificaban a sus antepasados más distinguidos, como si también ellos estuvieran presentes entre los dolientes. Sin embargo, en el caso de los funerales de los emperadores, la ceremonia iba a adquirir un aire imperial.
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Emperador de Roma (Beard, Mary)
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