Tratándose de los individuos, la devoción popular había desarrollado la conciencia de que, para ocuparse de él y asistirle, cada uno tenía su «dios personal» y su «diosa personal», cuya función precisa no percibimos bien, pero con quien le unía de todas formas un lazo particular de dependencia, y que ejercía más o menos respecto a él la misma función que los grandes dioses desempeñaban con respecto a las diversas partes del mundo
Sin duda, en su vida religiosa, en su vida en general, en su visión y aprehensión de las cosas, cada uno debía contar, más o menos, con él, contarle lo que le ocurría y dejarle dirigir su existencia, por medios aparentemente muy personalizados e «íntimos» para que se pudiera saber más de ello. En todas partes los dioses intervenían, pues, constantemente y en todo lugar en la marcha de las cosas, como los reyes en los asuntos de su reino. Y como ellos también, expresaban su voluntad a ese respecto mediante sus «palabras» (amatu), sus «mandamientos» (qibítu), que no necesariamente se pronunciaban, sino que se suponían inscritos, de alguna manera, en el desarrollo y la rutina de los acontecimientos y las cosas.
Incluso si, en cosmogonía al menos, no parece haberse valorado conscientemente la eficacia de esas palabras y esas órdenes, se les reconocía una fuerza y unas cualidades proporcionadas a las de sus augustos emisores en persona: lo que así salía de la boca de los dioses era «sublime» (siru), «poderoso» (gasru), «imponente» (kabtu), como sus mismos autores (p. 84); y sobre todo, siempre como ellos, «imperturbable», es decir, «imposible de modificar, y todavía menos de anular» (isa la innennü, lä utakkaru…); sólo sus autores estaban en condiciones de revocarlo o reformarlo.