Todos lo
conocen por su famoso Robinson, pero Daniel Defoe es mucho más.
Es, ante
todo, un ilustrado con un siglo de adelanto, un espíritu observador, reflexivo
y crítico que florece cuando las Luces aún no se han encendido.
Quien quiera
comprobarlo no tiene más que leer este fantástico libro que narra la terrible
peste que asoló Londres en el siglo XVII.
En ella, el
escritor, disfrazado de testigo de la tragedia, se nos muestra mucho más como
un periodista actual que un autor clásico, analizando las causas y
consecuencias de la epidemia como si estuviera escribiendo un reportaje.
Se salva así
de la truculencia que tiene el tema y describe con pulcritud todas las fases de
la enfermedad sin regodearse en sus miserias. Pues lo que a él verdaderamente
le interesa es analizar la sociedad de su tiempo y comprender cómo pudo
extenderse la enfermedad por la ciudad más populosa de Europa.
Con listados
y cifras nos detalla la geografía del contagio para luego intentar comprender
qué efectos tuvo en la comunidad. Pasa así revista a la piedad religiosa (y de
paso elimina de un plumazo toda superstición sobre el Castigo divino), las
distintas disposiciones de las autoridades (que critica o alaba, según su
criterio), los comportamientos que van desarrollando tanto sanos como
infectados, analiza la infraestructura que se crea para controlar la catástrofe,
investiga sobre los casos de contagio…
La
enumeración resultaría interminable, pues casi es un tratado completo de la
Peste del que se puede aprender de una forma rigurosa pero leve, pues es capaz
de ir conduciéndonos por los distintos rincones de la ciudad y la campiña sin
que por un momento decaiga la atención.
Para
aquellos que busquen textos sobre la enfermedad y sus relaciones con la
economía, sociedad o ideología de la época es una verdadera mina, pues tendrá
todo Londres a sus pies para observarlo con todo detenimiento.
Una
magnífica novela histórica que no lo es. Puro periodismo del siglo XVIII
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