Con grandes gastos se criaban todo tipo de peces a lo largo de la costa que formaba parte de la finca: lubinas de blancas carnes; mújoles, que requerían altos muros alrededor de su recinto para que no saltaran en busca de la libertad; lenguados, doradas, lampreas, congrios y merluzas. No obstante, el más caro de los tesoros acuáticos de Ampliato —se estremecía al recordar lo que había pagado por ellos, y eso teniendo en cuenta que no le gustaba especialmente el pescado— habían sido los salmonetes, aquellos bigotudos y delicados peces que resultaban notablemente difíciles de criar y cuyos colores oscilaban del rosa pálido al naranja brillante.
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Las anguilas disponían de su propio recinto, construido lejos de las otras balsas para mantenerlas alejadas y al que se llegaba por un estrecho pasadizo que se adentraba en la bahía. Esa especie de anguilas eran morenas, conocidas por su agresividad; sus cuerpos tenían la longitud de un hombre y la anchura de un torso humano; sus cabezas eran aplastadas, y sus dientes, afilados como cuchillas. La pesquería de la villa tenía ciento cincuenta años de antigüedad y nadie sabía cuántas morenas merodeaban por el laberinto de túneles y por las zonas de sombra construidas en el fondo del estanque; muchas, cientos probablemente. Las más viejas eran como monstruos y varias llevaban joyas: de una, a la que le habían colocado un anillo de oro en su aleta pectoral, se decía que había sido la favorita del emperador Nerón.
Fotografías de los baños de la Reina. Calpe
Pompeya (Robert Harris)