Se suponía que tomaría el desayuno muy temprano y saldría al amanecer, según la costumbre, pero las pasé moradas para ponerme la armadura, y esto me retrasó un poco. Es bastante complicado meterse dentro de uno de esos armatostes, y hay que estar pendiente de muchos detalles. Primero, te tienes que enrollar una o dos capas de mantas alrededor de tu cuerpo, que hacen las veces de cojín y te aíslan un poco del frío hierro; luego, te colocas las mangas y una camisa de cota de malla -que consiste en pequeñas argollas de acero entrelazadas, de modo que el material resulta tan flexible que si la dejas caer al suelo adquiere la forma de una red de pesca húmeda-; la cota de malla es muy pesada y debe de ser uno de los atuendos más incómodos para utilizar como pijama y, sin embargo, muchas personas le dan ese uso: cobradores de impuestos, reformadores, reyes de pacotilla poseedores de dudosos títulos y gente por el estilo; después te calzas los zapatos, unas barcazas planas cubiertas por tiras de acero intercaladas que les sirven de techo, y te colocas unas engorrosas espuelas en los talones. Acto seguido te pones tus espinilleras y tus musleras; luego les corresponde el turno al peto y al espaldar, y en ese punto ya empiezas a sentirte algo apabullado; a continuación insertas en el peto una especie de enaguas con anchas tiras de acero superpuestas, que te cuelgan por delante, pero que por detrás se resuelven en pliegues que te impiden sentarte y te dan un aspecto que no se diferencia mucho del de un cubo de carbón invertido; luego te ciñes la espada, te pones unas tuberías en los brazos, guanteletes de hierro en las manos, en la cabeza, una ratonera que lleva atada a la parte de atrás un pedazo de telaraña de acero, y estás listo, tan confortable como una vela en un candelero. Realmente, no es el atuendo más apropiado para salir de baile. Un hombre así embalado es como una nuez que no merece la pena partir: es muy poca carne para tanta cáscara (...)
Las primeras diez o quince veces que quise utilizar mi pañuelo no pareció importarme; seguía mi camino y me decía que no tenía importancia, pues era algo insignificante, y lo apartaba de mi mente. Pero ahora era distinto, quería utilizarlo a cada momento, una, y otra, y otra vez, todo el tiempo, sin descanso; no podía dejar de pensar en ello, hasta que perdí la paciencia y maldije al hombre capaz de fabricar una armadura completa sin un solo bolsillo. Veréis: tenía el pañuelo en el yelmo, junto con otras cosas, pero era el tipo de yelmo que no te puedes quitar tú solo. Era algo que no se me había ocurrido cuando puse allí el pañuelo y de hecho era algo que ignoraba
(...) Entretanto, cada vez hacía más calor en el interior de mi armatoste. Veréis, el sol golpeaba y calentaba progresivamente el hierro, y cuando sientes tanto calor te irrita cualquier pequeñez. Si avanzaba al trote, traqueteaba como una canasta repleta de trastos, lo cual me fastidiaba y, lo que es peor, no podía impedir que el escudo fuera dando saltos y golpes contra mi pecho y mi espalda; si disminuía el paso, mis articulaciones crujían y rechinaban de la misma y fatigosa manera que lo hace una carretilla, y a ese paso no conseguíamos provocar ni un soplo de brisa. Me sentía como si me estuvieran cociendo en una estufa, y además, cuanto más despacio me movía, más pesado se hacía el hierro y a cada minuto me parecía llevar encima más y más toneladas. Y continuamente tenía que estar pasando la lanza de un lado al otro, pues era muy fatigoso asirla mucho rato con la misma mano. Bueno, cuando sudas de esa manera, a chorros, llega un momento en que te... en que te..., bueno, en que te pica. Tú estás dentro, tus manos están fuera, y entre tu cuerpo y ellas se interpone una espesa costra de hierro. Es algo que no se debería tomar tan a la ligera, dígase lo que se diga. Primero te pica un sitio; luego, otro, y otro, y continúa extendiéndose hasta que termina por invadir todo el cuerpo, y nadie sería capaz de imaginar cómo te sientes, ni lo desagradable que resulta. Y cuando ya no podía ser peor, y me parecía que no podría resistir más, se coló un mosquito por la rejilla y se asentó en mi nariz, y la rejilla se trabó y no conseguía levantar la visera, sólo podía sacudir la cabeza, que en ese momento ardía de calor, y bueno, ya sabéis cómo se comporta un mosquito cuando te tiene a su merced, así que ante cada sacudida su única reacción era pasar de la nariz al labio y del labio a la oreja, y zumbar y seguir zumbando a lo largo y ancho de mi rostro, y picar, y seguir picando de un modo que para alguien como yo, en tal estado de desasosiego, resultaba sencillamente insoportable (...)
La tormenta trajo un cambio en el clima, y cuanto más fuerte soplaba el viento y con más virulencia golpeaba el agua más frío iba haciendo. Muy pronto empezaron a salir de la humedad escarabajos, hormigas, gusanos y otros bichos, y a arrastrarse dentro de mi armadura en busca de calor, y mientras algunos de ellos se comportaban bastante bien y se limitaban a introducirse entre mis ropas y quedarse quietos, la mayoría parecía pertenecer a esa especie de insectos incansables e incómodos, que nunca pueden estar quietos y siguen rondando y explorando, aunque no tengan idea de lo que buscan. Las hormigas, por ejemplo, que desfilaban en monótona e incesante procesión de un extremo a otro de mi cuerpo, y son una clase de criaturas con quienes espero no tener que dormir nunca más. Aconsejaría a las personas que se encuentren en esta misma situación que no intenten dar vueltas ni revolcarse por el suelo, porque esto excita la curiosidad de las diferentes especies de animalejos, y hasta el último de ellos quiere acudir al lugar de los hechos y enterarse de lo que pasa, lo cual, desde luego, empeora aún más la situación y te hace renegar todavía más, si es que ello es posible. Pero a fin de cuentas, aunque uno no diera vueltas y no se revolcara, podría morir de desesperación, de modo que tal vez da lo mismo hacer una cosa que la otra
Tomado de http://es.wikisource.org/wiki/Un_yanqui_en_la_corte_del_Rey_Arturo
Tomado de
http://tuccitano.blogspot.com/2009/03/el-quijote-y-el-quijote-las-armas-del.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comentar en este blog. Tus sugerencias serán siempre bienvenidas.
No olvides que si publicas un comentario estás aceptando algunas normas.
Por favor, sé respetuoso en tus palabras. Por supuesto puedes estar en desacuerdo con lo dicho en este blog, y también criticarlo, pero guardando las normas básicas de educación.
No se admite spam y contenidos publicitarios (serán eliminados)
Por el hecho de comentar aceptas nuestra política de privacidad (ver en apartado política de privacidad y aviso legal) y dando consentimiento explícito a que figuren aquí los datos con los que firmes o te registres (recuerda que puedes hacerlo con tu perfil blogger, nombre y URL o en modo anónimo; no es necesario email)
Si no quieres dar consentimiento, no comentes. Si tienes dudas, visita la política de privacidad.
Responsable de los datos: Vicente Camarasa (contacto correo en la parte superior derecha del blog).
Finalidad: moderar los comentarios.
Legitimación: consentimiento del usuario
Destinatarios: el sistema de comentarios de Blogger.
Derechos del usuario: acceder, rectificar, limitar y suprimir datos (si los hubiera)