Las
relecturas tienen sus ventajas pero también sus riesgos, especialmente el de
rompernos los recuerdos y volver a demostrarnos que una lectura no es sólo un
libro sino, sobre todo, la persona que éramos entonces, nuestro estado vital,
nuestras aspiraciones y sueños.
Por ello,
cuando la lectura no es tan magistral como pretendíamos, la relectura se
convierte en un suplicio pues ya no queda nada del lector que leyó el libro, y
llega la decepción.
Sin embargo,
hay libros que aguantan el tiempo (por mérito exclusivamente suyo) y esto es lo
que me ha sucedido con Álvaro de la Iglesia.
Yo lo
recordaba mucho más brutal y verborreico, y he redescubierto que este De la
Iglesia era el más cercano a Wenleslao Fernández Flórez, Jardiel Poncela o
Mihura. Un autor cuajado que dejaba las ramonadas tan típicas de otras obras
suyas para concentrarse en pequeñas narraciones escritas con corrección que,
con un giro inesperado, rompen su final para darnos la vuelta de la moneda,
unas veces para la crítica social, en otras para terminar un largo chiste.
El
matrimonio, la pobreza, el amor, las películas verdes, las convenciones
sociales, el dinero,…
Múltiples son los temas que se van desgranando en la colección de relatos que más que nada quiere entretener y, si viene al caso, dar una pequeña pincelada (a veces tan hiriente) al lector desprevenido que contemplará esta galería de seres casi siempre ganados por las ínfulas de grandeza y que son puestos en su lugar en el último párrafo, demostrándonos lo absurdos (a veces incluso ridículos) que somos. Una buena lección de humildad para la época (los años 70) en donde los egos crecían al compás del crecimiento económico
Múltiples son los temas que se van desgranando en la colección de relatos que más que nada quiere entretener y, si viene al caso, dar una pequeña pincelada (a veces tan hiriente) al lector desprevenido que contemplará esta galería de seres casi siempre ganados por las ínfulas de grandeza y que son puestos en su lugar en el último párrafo, demostrándonos lo absurdos (a veces incluso ridículos) que somos. Una buena lección de humildad para la época (los años 70) en donde los egos crecían al compás del crecimiento económico
Vamos, que
el reencuentro, sin grandes alharacas, fue entrañable, y me ha dejado un
regusto amable que probablemente (amenazo) me hará releer alguna de sus obras
más macarras para ver si estas también aguantan el tipo.
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