lunes, 8 de abril de 2024

Cosas de romanos. El cristianismo del IV y el movimiento anacoreta

 Un término muchas veces usado por los lugareños de Egipto, quienes en momentos de angustia u opresión habían optado por él: anachóresis (de aquí nuestro «anacoreta»: ser «una persona desplazada»). Para Plotino y muchos obispos cristianos, desentenderse del mundo era un acto tranquilo que no comportaba rompimiento alguno con la cultura y la sociedad circundante. Por el contrario, un gesto físico y explícito «de desplazamiento» se hallaba en las raíces de la vida espiritual de Antonio: abandonar el mundo civilizado era el necesario primer paso en el nuevo movimiento ascético. Sea cual fuere el modo como lo presentara, el nuevo santo cristiano había optado en pro de algunas antítesis flagrantes respecto a las normas de la vida civilizada en la cuenca mediterránea.

Inevitablemente, por tanto, el modo como tales hombres se organizaron a sí mismos, la cultura que crearon, las normas de comportamiento que predicaron, incluso los lugares en los que gustaban congregarse, señalaban un rompimiento con lo que había existido anteriormente. El atractivo y la importancia del ascetismo, que barrió rápidamente el mundo romano en el siglo IV, radicaba precisamente en esto: era un grupo de «personas desplazadas», con un estilo propio, que afirmaban haber comenzado de nuevo la vida. Este «desplazamiento» cristiano se extendió con una asombrosa rapidez a partir de diversos núcleos. Mesopotamia fue el centro de una de esas explosiones cuyas ondas de choque atravesaron pausadamente el Próximo Oriente. 

El ascetismo sirio de la región alrededor de Nísibis y de Edesa, especialmente las inhóspitas montañas de Tur Abdin (los montes «de los siervos [de Dios]», es decir, de los monjes), se extendió hacia el norte hasta el interior de Armenia, y hacia el oeste hasta las calles de Antioquía, y enriqueció y agitó las vidas de ciudades mediterráneas tan distantes como Constantinopla, Milán y Cartago. Los sirios eran las «estrellas» de este movimiento ascético: rudos itinerantes tocados con pieles, con cabellera cobriza que les asemejaba a águilas, esos «hombres de fuego» sorprendieron e inquietaron al mundo grecorromano con sus gestos histriónicos. Sus más típicos en el siglo V fueron los santos «estilitas», hombres que establecían su morada en la cumbrera de grandes columnas. El fundador de este comportamiento idiosincrático, Simeón (c. 396 − 459), mantuvo su mirada durante cuarenta años en la cúspide de un pilar de quince metros de altura en la región montañosa en torno a Antioquía. 

En Egipto, por el contrario, el ascetismo adoptó un talante diferente. Un campesinado sagaz e inquieto adoptó un rumbo bien alejado del feroz individualismo de los sirios. Los egipcios sentían que su vida transcurría en un mundo confuso, minado como un campo de batalla por las estratagemas del demonio y fácilmente quebrantado por el ansia sangrienta de pelea de sus colegas lugareños convertidos en monjes. Optaron por la humildad, por una rutina limitada —pero sin pausa— de plegarias y labores manuales, por la seguridad en los cómputos, por una disciplina de hierro. Pacomio (c. 290 − 347), un labrador que otrora había sido obligado a formar parte del ejercito de Constantino, se dispuso a crear una vida monástica organizada, agrupando las celdas de los eremitas para formar un gran asentamiento en el Alto Egipto, comenzando en Tabennisi, en la Tebaida, en el 320. Su «colonia» fue concebida con una gran inteligencia complementada con la disciplina, y se expandió con una rapidez y flexibilidad que sobrepasó totalmente a cualquier otro tipo de organización del Estado romano tardío: hacia finales del siglo IV los monasterios concebidos por Pacomio albergaban en su seno a siete mil monjes. Los experimentos egipcios crearon un ethos totalmente particular. Los «padres» egipcios —los apa, de aquí deriva nuestro vocablo «abad»— proporcionaban los modelos para las comunidades monásticas que se constituyeron a finales del siglo IV, tan alejadas unas de otras como Cesarea de Capadocia y Rouen. 

Sus Dichos proporcionaron el modelo de un nuevo y notable género literario, cercano al mundo de las parábolas de la sabiduría popular, cuyos temas y anécdotas atravesaron toda la Edad Medía y llegaron hasta la Rusia prerrevolucionaria. En estos Dichos el campesinado de Egipto habló por vez primera al mundo civilizado, Apenas hay un santo en la Europa medieval cuyas tentaciones no hayan sido modeladas literariamente sobre las que fueron descritas en primer lugar en relación con Antonio en los aledaños de una aldea egipcia. Conocemos muy poco sobre el origen del movimiento ascético en su trasfondo del Próximo Oriente, pero sí lo suficiente como para hacer sospechosa cualquier respuesta simple. 

Se ha sostenido que el monaquismo era un movimiento de huida y protesta —el campesinado oprimido huía buscando la seguridad de dos grandes monasterios— y que sus quejas contra los terratenientes se mezclaban con el fanatismo con el que atacaban al paganismo clásico y la cultura de las ciudades griegas. De hecho, los fundadores del movimiento monástico y las gentes por ellos reclutadas no eran campesinos oprimidos. Su disgusto era más sutil. El Egipto del Bajo Imperio era un país de ciudades vigorosas donde las tensiones surgían a menudo por los efectos distorsionadores de la nueva riqueza y las nuevas oportunidades, así como por las depredaciones inmemoriales de los publicanos. Los pueblos de Egipto y Siria llegaron a producir una gran abundancia de excéntricos acomodados, cuyo talento no encontró ningún aliviadero en las prudentes y bien arraigadas rutinas de las prósperas comunidades de labriegos. Antonio fue un fracaso educacional; Macario había sido un contrabandista; Pacomio había quedado desarraigado por el servicio militar; el amable Moisés había sido un trotamundos. Por poco que sepamos sobre los orígenes del movimiento ascético, conocemos bastante sobre la función y el significado del acto monacal del «desplazamiento» en la sociedad de los siglos IV y V. Al «hombre santo» se le enseñaba que había conseguido la libertad y un poder misterioso gracias a haber traspasado muchas barreras visibles de una sociedad no tanto oprimida cuanto rígidamente organizada para la supervivencia. En las aldeas, dedicadas durante milenios a preservar sus intereses contra la naturaleza, el hombre santo había escogido deliberadamente la «anticultura»: el desierto cercano, los farallones montañosos de las proximidades. En una civilización identificada exclusivamente con la vida ciudadana, los monjes habían perpetrado un absurdo, habían «edificado una ciudad en el desierto». Pero sobre todo, en un mundo en donde se había enseñado que la raza humana estaba acosada por poderes demoníacos invisibles (cf. págs. 59 y ss.), los monjes consiguieron una buena reputación gracias a ser «luchadores de primera clase» contra el diablo. 

Ellos mantuvieron la malevolencia satánica a raya, y fueron capaces —como nunca lo había sido el hombre corriente con todos los amuletos y remedios contra la magia— de reírse del demonio en sus narices. Los poderes del hombre santo se manifestaban en sus relaciones con el reino animal, quien había simbolizado siempre el salvajismo y el ansia destructiva de los malos espíritus: ahuyentaba a las serpientes y a las aves de presa, y podía sentarse tranquilamente como pacífico señor de chacales y leones. Pero ante todo, al hombre santo se le había ensenado que poseía la prerrogativa más envidiable a la que podían aspirar los habitantes del Bajo Imperio: había conseguido la parrhesía, «la libertad para hablar», ante la terrible majestad de Dios. Para un cristiano del siglo IV, Dios era un emperador, escrito con mayúsculas. Solamente aquellos de sus súbditos que habían pasado sus vidas en una obediencia trémula e incontestable a sus mandatos podían sentirse libres para acercarse a él como cortesanos privilegiados y hacer que respondiera a sus plegarías con espectaculares resultados.


El mundo de la Antigüedad Tardía (Brown_ Peter)


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