Cuando el mundo grecorromano pasó de ser pagano a ser cristiano, se dio un triple cambio. Un régimen de «partido único» de un «centralismo democrático», la Iglesia, sustituyó a la «libre empresa» del paganismo, donde cada cual fundaba el templo que quería y enseñaba el dios de su invención, igual que era libre de abrir un albergue o de lanzar un nuevo producto. El dios cristiano era, además, un dios celoso, que impuso su monarquía al pluralismo pagano. Pero el tercer cambio fue más sensacional si cabe: entre lo que cristianos, judíos y musulmanes, en definitiva las religiones del Libro, entendían con la palabra «Dios» y lo que entendían los paganos sólo había en común el nombre. El dios de las tres religiones del Libro es un ser gigantesco y eterno, exterior e infinitamente superior al mundo, que por lo demás es su creación. Los dioses paganos, en cambio, formaban parte del mundo, que existía desde siempre. Dicho de un modo más preciso: los dioses eran una de las tres razas o especies vivas que poblaban el mundo. Así pues, estaban los animales, que son mortales y carecen de razón; los hombres, que poseen razón y son mortales; y los dioses, dotados de razón e inmortales. Se discutía también sobre la existencia de una raza intermedia entre los hombres y los dioses: la de los héroes —nacidos de los amores de un dios y un hombre—, demonios y genios de toda laya, pequeños seres feéricos más que personajes divinos.
Sexo y poder en Roma (Paul Veyne)
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