En Esparta, la famosa reforma atribuida a Licurgo —figura de un cierto halo mítico del siglo VII— definió su constitución política de corte conservador y determinó toda su trayectoria futura. Según la Gran Retra, de fecha y autoría imprecisas, el poder quedó repartido entre dos reyes, el consejo de ancianos (Gerousía), un pequeño grupo de magistrados, los éforos, y la asamblea de los «iguales» (Homoioi), que se convirtieron en un cuerpo de élite con sus vidas dedicadas por completo a la formación militar al servicio del Estado. Este grupo de ciudadanos residía en la ciudad de Esparta y desde un comienzo cada uno tenía asignado un lote o porción de tierra, que se heredaba y no podía alienarse. Esparta dominaba un amplio territorio de más de 5.000 kilómetros cuadrados en el amplio valle central de Laconia y la vecina y fértil llanura de Mesenia, adquirida por conquista en el siglo VII. Solo los espartíatas eran auténticos ciudadanos; el resto de la población, bastante más numerosa, carecía de derechos cívicos. Estaba formada por los periecos y los hilotas, sometidos unos y otros, pero los últimos vivían prácticamente esclavizados tras la conquista de Mesenia. Estas gentes trabajaban las tierras de los espartíatas, que se dedicaban por completo a su preparación guerrera. De tal modo el estado espartano se convirtió en una especie de campamento militar cuyo objetivo básico era la formación de un ejército disciplinado para la autodefensa, extremando las virtudes del patriotismo y la camaradería de compañeros de armas. La concentración en el dominio militar regía la educación de los espartanos desde la niñez, desatendiendo otros aspectos culturales. En Esparta no se utilizaba la moneda (en todo caso, solo se admitían las de hierro, y estaban prohibidas las de plata), y no se desarrolló ni el comercio ni el urbanismo, como en otras ciudades. Fue una polis muy poderosa por su imponente ejército, pero con grandes tensiones internas y varada en su anquilosada estructura política.
Grecia para todos (Carlos García Gual)
El año anterior, al cumplir los treinta, se había convertido en un homoioi —«un igual», ciudadano de pleno derecho—. Ya era como cualquier otro espartiata, con el añadido de que tenía sangre real y los demás iguales apenas le llegaban a los hombros. Se detuvo al alcanzar la primera línea y cruzó una mirada con varios de los hombres que lo rodeaban. Algunos asintieron discretamente. «No deberíamos tener ningún problema en la votación.» Al otro lado del círculo de asistentes a la Asamblea divisó al rey Arquidamo. Inclinaba la cabeza para conversar con un miembro del Consejo de Ancianos y su cabellera gris le ocultaba la mayor parte del rostro. Cerca de ellos se encontraba el rey Cleómenes, aunque todos esperaban que los discursos más relevantes fueran los de Arquidamo y los de los éforos, los cinco magistrados que la Asamblea elegía cada año para representarlos. Los éforos también controlaban la actuación de los reyes; podían imponerles una multa, enviarlos al exilio e incluso decretar su muerte. Aquélla no era una Asamblea especial, sino la que se celebraba de forma regular todos los meses. La decisión de continuar la guerra y el modo de hacerlo no tenían que ser sometidos a votación ciudadana, a menos que se dieran circunstancias extraordinarias.
(...)
La población esclavizada de Mesenia trabajaba los campos para que los espartanos pudieran dedicarse exclusivamente a la vida militar. Su modo de vida dependía de que mantuvieran la región sometida. Ya había habido tres guerras con los mesenios, y la amenaza de un nuevo levantamiento general, que aquel sacerdote estaba recordando, era la mayor preocupación de los espartanos
El asesinato de Sócrates (Marcos Chicot)
COSAS DE GRIEGOS